Desde hacía tres meses, al ejecutivo medio de mediana edad, desnudo frente al espejo del baño, no le gustaba lo que veía. Luego se miraba el perfil y le gustaba aún menos. Había aprendido a convivir con su rostro y tolerar su incipiente calvicie, pero esa barriga lo mortificaba.
La barriga ya llevaba varios años con él, sobre todo desde que accedió a la tarjeta de empresa y a que su superior firmara las notas de gastos mientras consultaba su smartphone. Así que nunca le había importado demasiado, sus dos hijas hacían bromas cariñosas de vez en cuando aterrizando sobre ella y el sexo ocasional y rutinario con su mujer no había cambiado desde que su estómago se ensanchara notablemente. En ese sentido su frustración sexual mantenía la línea.
Pero desde hacía tres meses el ejecutivo medio de mediana edad no paraba de mirarse la barriga, consultar por Internet regímenes de adelgazamiento milagroso y preguntarle a su mujer sobre dietas.
Esto último había mosqueado un poco a su mujer durante un tiempo, sobre todo tras ver en unas fotos de la fiesta de la empresa que la secretaria de su marido tenía 15 años menos y 40 centímetros más de pierna sin celulitis, tal como demostraba aquella minifalda. Aunque la verdad es que tampoco le importaba demasiado, tal vez una aventura sexual con aquella chica -el no llegaría nunca a más- le haría menos insistente en su cama, lo que le suponía un alivio. Además, el nerviosismo y la desazón con la que últimamente su marido se iba a la oficina desmentía cualquier posible flirteo con su secretaria. Eso a su mujer empezaba a preocuparle un poco: él llamaba más asiduamente a la oficina con el pretexto de alguna dolencia y se quedaba en el pequeño gimnasio en el que había convertido su despacho ejercitándose en la bicicleta estática hasta desfallecer. Todo apuntaba a una crisis de madurez de libro.
Desde hacía tres meses, los días que acudía al trabajo el ejecutivo medio de mediana edad salía de casa sin desayunar y con tal nudo en el estómago que parecía que no le llegaba la camisa a la barriga. Salía muy temprano, cuando aún era de noche, como si así compensara los días que faltaba. Llegaba el primero a la oficina y de muy mal humor, que se iba templando con el paso de las horas y un par de broncas. Al final de la tarde, el ejecutivo medio de mediana edad volvía a tensarse. Entonces empezaba a deambular perdiendo el tiempo, mientras cada uno huía de él como podía. Todos en la oficina estaban de acuerdo que la dieta y el último ascenso lo estaban matando lentamente y que debían tener cuidado para que no les arrastrara. Era un tema que evitaban conscientemente porque cualquier alusión a su dieta o al Volkswagen Touareg de empresa que le habían concedido a petición propia, desataba en él una furia contenida pero evidente.
Desde hacía tres meses, era el último en salir del trabajo y, otra vez de noche, camino a casa, volvía la desazón. Entraba en el pequeño parking compartido de su edificio de apartamentos de lujo y tras colocar con sumo cuidado el coche en su plaza (el sistema de ayuda al aparcado era un bendición para él) se quedaba en el Touareg unos minutos, con el motor y las luces apagadas. Notaba como la cara le ardía, deseaba quedarse allí toda la noche y a la vez salir lo antes posible. Miraba nerviosamente hacia izquierda y derecha, por el retrovisor, una y otra vez. Ahora.
El ejecutivo medio de mediana edad, con su maletín y su barriga a cuestas, se encaramaba hacia los asientos traseros, luego los atravesaba contorsionándose y finalmente salía del coche por la puerta del maletero. Se arreglaba la ropa, comprobaba que estaba solo y se quedaba un momento mirando el coche, perfectamente encajado a escasos centímetros de sus vecinos de plaza, sudando del esfuerzo y la vergüenza.
Desde que hace tres meses le entregaron el coche de empresa, el ejecutivo medio de mediana edad subía en el ascensor del parking hacia su casa musitando, cada noche, “joder, estoy demasiado gordo para un Touareg”.
Tuareg por Miguel García Vega se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
Esta es mi pequeña contribución a la mejor fiesta del calendario.
Feliz Sant Jordi a todos.
Fabuloso Miguel. Por otro lado, hoy me he dado cuenta que siempre van a haber libros: sobre textos en ipods, tablas y similares no se puede hacer dedicatorias.
Obama Signing iPad using Adobe Ideas app
http://www.youtube.com/watch?v=mK-5stsUxag&feature=player_embedded
Efectivamente le firma el bicho, pero me refería a un texto que te has bajado y que está en el bicho…que seguro que también se podrá hacer. Con lo cual, efectivamete, me desmonta mi teoría y los libros desaparecerán. Eres un puñetero aguafiestas Baruch, sobre todo la de Sant Jordi 😉
Que grandes reflexiones contiene este relato.