A unos días del 18 de julio de 2012. Mariano Rajoy se subió al estrado del hemiciclo, BOE en mano, y gritó “¡quieto todo el mundo!” y “¡al suelo!”. Su destacamento de diputados del PP, con el apoyo de sus correligionarios de CiU, controlaban el Congreso mientras el silencio del PSOE acallaba las protestas de los minoritarios. En el resto del país la situación estaba controlada, las capitanías de las principales autonomías estaban también en manos de los golpistas. Televisión Española y RNE estaban ya ocupadas por las nuevas fuerzas de asalto, así como los medios públicos de las principales regiones militares. Rajoy empezó a desgranar las medidas que una autoridad competente “europea, por supuesto” ponía en marcha para dejar sin efecto el artículo 1.1 de la Constitución de 1978 por el que España se constituía como “un estado social y democrático de derecho”. La palabra social desaparece, las otras quedan muy pixeladas hasta hacerse irreconocibles.
A medida que el capitán general avanza en la lectura del bando, la bancada popular va exaltándose, jaleando cada una de los torpedos en la línea de flotación de las clases medias y bajas. Como aquella vez de la guerra ilegal en Irak. Incremento del IVA, reducción del sueldo de los funcionarios, reducción significativa de las empresas o fundaciones públicas, privatización de transporte ferroviario, portuario y aéreo, reducción del subsidio de desempleo. En ese momento cumbre, la brunete valenciana del PP no puede más y Andrea, de los Fabra de toda la vida, consigue, a voz en grito, sintetizar perfectamente el programa del “golpe de mercado” en una frase de gran resonancia cañí: “Que se jodan”. La quintaesencia del programa del PP sale, poderosa, a la luz y corre por las calles. Unos modos que hacen añorar a los ‘hombres de negro’ europeos: harán lo mismo, pero guardando las formas. Cuando acaba la sesión, en un ejercicio de responsabilidad y amor a España, Rajoy sale por la puerta trasera.