Elfriede, a la que todos llaman Lina, es una mujer menuda, de aspecto afable y hablar dulce. Nacida en Alemania, en 1922, había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial. En 1959, en busca de una vida mejor y tal vez para dejar atrás el recuerdo de la guerra, deja su país y emigra a Estados Unidos. Llega a San Francisco y se junta con otros emigrantes alemanes.
Al año siguiente, en el club germano-americano conoce a Fred Rinkel, un judío alemán que tuvo más suerte que sus padres, muertos en el Holocausto, y ha podido escapar de la barbarie nazi. Dos años después, en 1962, se casan. Fred trabaja de camarero en buenos hoteles y ambos viven durante más de 40 años en Nob Hill, un barrio de San Francisco.
No tienen hijos, llevan una vida sencilla, sin lujos. Los que los conocieron hablan de una pareja bien avenida que se entendía, se divertían juntos y se trataban amorosamente. Fred estaba implicado en la vida de la comunidad judía de la ciudad, siendo activista de la B’nai B’rith. Su esposa no podía acudir a las reuniones ya que no era judía, pero ayudaba a su marido en lo que hiciera falta. Probablemente allí se recordaba el horror del Holocausto, inevitablemente presente.
En 2004 muere Fred y Lina se queda sola con 82 años. En 2006, esa anciana bajita y regordeta, apoyada en un bastón por su artritis y con la pérdida de visión en un ojo por la diabetes es invitada por el gobierno estadounidense a abandonar el país y volver a Alemania. La razón es que Lina había mentido en su solicitud de asilo en 1959, ocultando un pequeño detalle: de junio de 1944 a abril de 1945 Rinkel había trabajado en Ravensbrück, uno de los más crueles campos de concentración nazis. Un pequeño detalle que nadie conocía, ni siquiera su esposo, que murió sin saberlo.