Durante un tiempo parecía que Renate Müller y Marlene Dietrich iban a tener vidas paralelas. Es obvio que no fue así. Seguro que no hay nadie que no tenga en la mente la imagen de la Dietrich y probablemente acaban de leer el nombre de Renate Müller por primera vez.
Marlene fue “El Ángel Azul”, huyó a Estados Unidos y se convirtió en uno de los iconos más famosos de la historia del cine. Renate Müller era, en aquel momento, tanto o más popular que Dietrich. Otra perfecta belleza aria. Renate se quedó, tuvo una carrera breve y acabó mal. Muy mal.
El 7 de enero de 1961 la policía británica arrestaba a Ethel Gee. Ethel era una secretaria que en ese momento tenía 46 años y vivía modestamente en la isla de Portland, en Dorset. Una mujer gris que compartía habitación con su madre de 86 años, sin relaciones conocidas y con muy pocas amistades.
En el momento de su detención, en Londres, Ethel llevaba en su bolsa de la compra películas y fotografías de material clasificado, incluidos detalles del HMS Dreadnought, el primer submarino nuclear de Gran Bretaña; y su nuevo sistema de sónar.
Hubo un tiempo, a principios del siglo XIX, que el Mar de la China era propiedad de Ching y su flota pirata. Se cuenta que en sus buenos tiempos llegaron a tener casi 2.000 barcos con unos 40.000 piratas.
Todos al mando del mayor jefe pirata de todos los tiempos.
En este caso jefa: una mujer llamada Madame Ching.
Charlye Parkhurst se había hecho famoso como conductor de diligencias. Parecía salido de un casting: de baja estatura, gran bebedor de whisky, fumador y masticador de tabaco, que seguro escupía por un colmillo. El cuadro se completaba con un parche negro en un ojo que le había dado uno de sus apodos: Charley “El Tuerto” (One Eyed Charley).
Conducir una diligencia en el Far West en plena fiebre del orono era tarea fácil. Era una labor solo al alcance de hombres habilidosos y duros como el pedernal. Charley Parkhurst, un hombre respetado y admirado, tenía fama de ambas cosas.
Y seguramente tenían razón. Pero cuando Charley murió se dieron cuenta de que no era la clase de hombre que ellos pensaron. Les había engañado a todos.
En 1849 Elizabeth Siddal todavía no sabía que iba a pasar a la historia como la Beatriz de Dante o la Ofelia de Shakespeare. No imaginaba que iba a ser una ‘supermodel’ del siglo XIX. Y no solo musa, también artista. Lizzie tenía en ese momento 19 años y trabajaba en una tienda de sombreros, en Londres. Necesitaba el trabajo. Su familia, de presunto origen noble, hacia un tiempo que había cogido el ascensor social hacia abajo a toda pastilla.
Pero un día entró en la tienda Walter Deverell, un pintor que al instante supo que aquella muchacha era perfecta para el nuevo ideal de belleza que intentaba imponer. Siddel aceptó posar para Deverell y su vida cambió totalmente.
No se si para bien o para mal, eso lo decidirán ustedes si se quedan a leer su historia.
Amelia Dyer tuvo una idea de negocio y fue a por ella. Dyer era una emprendedora y huía de convencionalismos. Pensó “fuera de la caja” y nada le iba a detener para cumplir su sueño.
Era la segunda mitad del siglo XIX en Inglaterra. En plena época victoriana, el capitalismo iba a toda máquina y la oportunidad estaba ahí para quien no tuviera miedo a cogerla.
Su negocio eran los bebés. Lo que se llamaban baby farms (granjas de bebés).