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Hedy Lamarr, el glamour de la inteligencia

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Hedy Lamarr actuó en unas 30 películas, junto a estrellas como Clark Gable, Robert Taylor o Spencer Tracy. También compartió reparto con alguna debilidad personal como George Sanders o John Garfield, y fue dirigida por gente como King Vidor, Cecil B. deMille o el gran Jacques Tourneur. Incluso hizo una película con el inclasificable Victor Mature como compañero de reparto, Sansón y Dalila (1949), su obra más famosa.  Pero no dejó de ser una estrella menor en aquellos años 40 que son al cine lo que el Renacimiento a la pintura. Se la nombró “la actriz más bella de la historia del cine”, pero aún no había aparecido Ava Gardner y ya sabemos como se las gastan los publicistas de Hollywood.

Efectivamente fue una actriz muy guapa y con clase en una época en la que mientras Europa se desangraba Hollywood enseñaba al mundo lo que era el glamour, pero no estaba en el olimpo de las estrellas, ocupado por mujeres como Rita Hayworth, Ingrid Bergman,  Lana Turner o Lauren Bacall. Ni siquiera en el mío particular: Gene Tierney o Gloria Grahame, fueron señales del cielo para indicarme que dejaba de ser un niño, relevo que luego tomarían señoras como Elisabeth Taylor o Ava Gardner. Y para actrices de carácter ya estaban Bette Davies o Katharine Hepburn. Hedy Lamarr no había sido para mí más que una sombra fugaz hasta que descubrí su mejor obra, su vida. En 2009 se preparaba un biopic sobre Hedy que parece haberse quedado en el limbo. Venga, anímense, estamos esperando.

Si quieren una película fascinante con desnudos, guerra, espías, sexo, huidas espectaculares, sistemas de guía de misiles, wifi y teléfonos 3G, sigan leyendo. Con ustedes, Hedy Lamarr.

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El salario del miedo

Tiempo lectura: 8

Hoy me apetecía cine, en esta sección en la que escojo una escena de una peli. La de hoy verán que es muy actual. El Salario del miedo (Le salaire de la peur) es una película franco-italiana dirigida por Henri-Georges Clouzot en 1953 y basada la novela del mismo nombre escrita por Georges Arnaud tres años antes. La película respeta bastante la novela aunque con algunas interesantes variaciones de Clouzot. La escena que he escogido, por ejemplo, no está en el libro.

La historia se sitúa en algún lugar olvidado de Centroamérica, presumiblemente Guatemala (aunque, como dice Arnaud “Guatemala no existe, lo se, viví allí”). Una explotación petrolífera estadounidense sufre un incendio y para apagarlo necesitan provocar una explosión con gran cantidad de nitroglicerina. Pero el explosivo hay que trasladarlo unos kilómetros por carreteras muy peligrosas. Para ello se contrata a cuatro hombres (en dos camiones, por si uno explota durante el viaje), europeos desarraigados que malviven en un pueblucho cercano. La protagoniza Yves Montand (Mario), estrella de la canción y el cine francés de la época, junto a otros actores menos conocidos como Charles Vatel (Jo), Peter Van Eyck (Bimba) y Folco Lulli (Luigi), que componen un reparto a la altura de las circunstancias.

Se suele catalogar dentro del género dramático pero también es un thriller, un film político, incluso filosófico y, sobre todo en su mejor parte, una cinta de suspense digna del propio Sir Alfred Hitchcock.

La película se divide claramente en dos partes que podrían componer dos films distintos. En la primera, Clouzot nos pone en situación: nos presenta a Mario y el ambiente decadente de uno de esos pueblos fronterizos por donde dios (el que sea) no paró ni para ir al baño. Respiramos el calor, la monotonía y la ausencia de horizonte de unos hombres que vegetan esperando que ocurra algo que les saque del agujero.

La primera imagen muestra unas cucarachas atrapadas por un niño sucio y medio desnudo. Cuando el niño se incorpora del suelo la cámara nos pone en situación. De golpe, en toda la cara.

Les animo a que tengan paciencia y la vean, teniendo en cuenta que esta primera parte es lo más flojo de la película.  Aunque nos presenta situación y personajes (un protagonista, por cierto, más bien antipático), tal vez es demasiado larga. Además tendrán que soportar la interpretación de Vera Clouzot (Linda) cuyo apellido lo explica todo. Henri, te perdonamos porque somos unos románticos, pero te pasaste un pasote.

También nos muestra la relación entre los dos protagonistas, con unos tonos ambiguos que pueden sugerir una relación con tintes homosexuales, que podría resumir en el siguiente diálogo:

Mario: “Yo no estoy hecho para esa muñeca ñoña” (refiriéndose al personaje de Vera)

Jo: “Los tipos como nosotros no estamos hechos para ninguna”.

De acuerdo, si es necesario pulsen el fast forward pero no el stop, háganme caso, valdrá la pena. La primera parte (que no deja de ser interesante) es la película que el niño que les escribe olvidó al día siguiente; la que recuerda vivamente con angustia es la que empieza cuando unos cuantos aspirantes compiten fieramente por un trabajo suicida.  Cuatro de ellos logran el premio y empieza la travesía.

Jo: “¿Hace calor o frío?”

Mario: “Calor, ¿por qué?”

Jo: “Porque aquí estoy congelado”

Es el momento de la verdad y la arrogancia mostrada hasta ahora por Jo empieza a ser triturada por el miedo.

Y por fin, tras una introducción larguísima por mi parte (mi pequeño homenaje a Clouzot) llegamos a la escena que quiero destacar, la del puente.

Los primeros en pasar son Bimba y Luigi, en lo que me parece un recurso muy acertado de Clouzot. Supone un aperitivo bastante contundente para ir preparándonos al paso del segundo camión, el de Mario y Jo.

Cuando ven en la plataforma el agujero que ha dejado el primer camión y comprueban que la madera está podrida Jo dice que ya ha tenido bastante, no se puede pasar, abandona.  Pero Mario no se da por vencido. Cree que puede hacerlo, aunque tendrá que llevar el camión marcha atrás hasta el mismo borde.

 Jo: “No lo intentes Mario ¿no ves que son tablas podridas? Esto no es madera, es esponja”  ¿Se te ha subido al nitro a la cabeza? Mira el suelo, está lleno de grasa, parece una pista de patinaje, aunque no se hundiera el suelo patinarías”.

Mario: “Son 2.000 dólares”

Jo: “Y a mí qué, me importa más mi pellejo”.

Mario: “Demasiado tarde, haberlo pensado antes (…) Pues si ahora hay que pasar, hay que pasar”.

Empiezan a dar marcha atrás, muy poco a poco. Jo quiere que pare, Mario quiere dejar el camión en el borde. Tanto que aprisiona a Jo contra la vagoneta, que cae al barranco con el estruendo de un mal presagio.  Y al final consigue lo que quería, llegar al límite.

Mario cree que Jo ha caído por el barranco junto a la vagoneta y lo busca desesperadamente. Encuentra su gorra y empieza a convencerse de que algo terrible le ha pasado. Al final lo encuentra, está subiendo por un barranco, alejándose del lugar, dejándolo tirado.

Mario se sube al camión y empieza a dar marcha adelante. Otra vez con poco recursos: el rugido del motor, un plano detalle de una rueda intentando subir la pendiente o patinando en el barro, el rostro crispado de Mario… consigue subir la tensión hasta el límite. Existe el peligro de que el camión no pueda subir, se deslice y caiga al barranco.

Jo lo observa, preocupado y angustiado por la cobardía que le ha llevado a abandonar a su amigo. De esa manera Clouzot consigue que no se nos olvide lo que está en juego porque nos identificamos con Jo, dan ganas de esconderse tras el sofá.

Pero no contento con eso, Clouzot sube la apuesta. Cuando parece que Mario ha solucionado el problema de que el camión patine y empieza a avanzar, un gancho del camión atrapa el cable metálico que sujeta toda la estructura de madera que lo sustenta.

Mario no se da cuenta pero cada centímetro que avanza el camión tensa un poco más el cable hasta que se rompe. La estructura de madera empieza a tambalearse y a separarse de la carretera mientras el camión todavía apoya sus ruedas traseras en ella.

Justo cuando la estructura se desmorona finalmente, el camión logra avanzar y se salva por los pelos. Mario pasa junto a Jo, que le esperaba en lo alto del barranco, a salvo de cualquier problema. Mario está cabreado por la traición y pasa de largo. Jo se agarra al camión, no quiere que le abandone ahí pero Mario lo manda a la mierda y sigue adelante.

Al final, de mala gana, se compadece de él y le recoge. Eso sí, sin dejar de recriminarle “cobarde, basura, etc.” Mientras Jo le dice que lo que le pasa a él es que es un inconsciente sin cabeza, por eso no teme a nada. Me gusta particularmente esta imagen, que encierra el espíritu de la película: un hombre corre para alcanzar un camión lleno de explosivos.

Luego vendrá otra escena memorable, en el mismo estilo que la anterior, cuando ambos camiones se juntan para afrontar un derrumbe que ha bloqueado el camino con grandes rocas y usan la nitro para despejarlo. Otra vez Clouzot vuelve a dejarnos sin respiración y otra vez con muy poco elementos: unos labios mordidos, unos dedos jugando con una caja de cerillas.

Después vendrá la de la charca. El camino está lleno de penalidades hasta el final, aunque no quiero desvelar nada por si alguien se anima a verla después de leer esto. Eso sí, no me resisto a mencionar una gran frase que Jo dirá en un momento importante de la película: “Cuando juegas a hacer el gilipollas siempre ganas”.

Hay algo de Peckinpah en esta película (aunque sería más exacto decirlo al revés) en varias cosas. Aquí también el paisaje es un protagonista más, masticamos el calor y el polvo. Los protagonistas son un “grupo salvaje” de camioneros, de vuelta de todo, derrotados pero dignos, con un peso dentro del que solo los puede librar la muerte. Seguro que a Pekinpah le gustó la película. Por cierto, su Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969)” empieza igual, un niño torturando a unos bichos.

También me lo recuerda el modo seco, cortante, de explicar la historia. La falta de énfasis  y de adorno innecesario para contarlo. Por ejemplo, al prescindir de música y efectos sonoros más allá de los necesarios. Ahí se fue mi mente un momento a La Balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970), grandísima película. Si la peli la hicieran ahora nos dejarían sordos con una música estruendosa para indicarnos que debemos ponernos nerviosos.

Clouzot sólo utiliza la música (al modo dogma, integrada en el argumento) al final, en la última escena (gran montaje también), para crear un contraste interesante que tendrán que ver ustedes mismos porque seré muchas cosas, pero no soy de los que van por ahí reventando finales.

Tres niveles

Esta parte ya es un bonus track solo para lectores incondicionales o con más tiempo libre.  Yo, cuando me pongo, veo lo que no hay y en El salario del miedo veo tres niveles de discurso.

1. El más inmediato, el que me quitó el sueño cuando era un niño, y que sigue siendo mi preferido, es el suspense de un viaje en el que sientes el peligro constante.

2. Cuando la volví a ver, joven y con ciertas lecturas encima, vi claramente su discurso político (tan actual, por cierto):  las relaciones de poder capitalistas, la dureza de la ley de la oferta y la demanda que muchas veces se parece demasiado a la esclavitud, en la que el libre albedrío se convierte en elegir entre una muerte lenta malviviendo en el pueblucho o una rápida volando por los aires en un camión.

3. Al verla de nuevo, con menos pelo en la cabeza, leo un tercer nivel, en este caso filosófico. No en vano la película nace en unos años en los que Sartre y Camus impregnan el pensamiento europeo. Veo en la película una angustia real (no poder pagar la comida, la ropa ni la cama) y otra más metafísica en la que los personajes viven arrastrados por su circunstancia, sin futuro y sin tener claro cuál es el verdadero sentido de su propia existencia. El que sean extranjeros atrapados en un mundo ajeno (no se mezclan con la población local) refuerza su soledad, su desarraigo,  la sensación de vivir una vida equivocada en el lugar equivocado. Eso les lleva a un viaje peligroso a ninguna parte. Con un final apropiado, por cierto.

Perdón por ponerme tan intenso, me dejé llevar. Me encanta cuando una película, un libro o una canción cambian con los años, van creciendo conmigo y dándome algo nuevo cada vez.

Pero no me hagan mucho caso, si quieren ver la película para disfrutar de un rato de buen suspense, de una película de aventuras con una atmósfera angustiosa, no se arrepentirán. Eso es puro cine. Lo demás son parole, parole, parole.

Curiosidades

Segundo bonus track y por el mismo precio, no se quejarán.

El Salario del miedo obtuvo un gran éxito de público y, sobre todo, de crítica en Europa. Ese año se llevó la Palma de Oro en el festival de Cannes (de ella dijo Edward G. Robinson, miembro del jurado, que era “una patada en el bajo vientre”) y el Oso de Oro en Berlín, además de ser elegida mejor película en los premios BAFTA británicos. En los Estados Unidos de aquellos años no se vio igual. El Herald Tribune, en plan Marhuenda, acusó al film de describir el negocio petrolífero de forma gangsteril y de ser una película comunista y antiamericana. Las conocidas simpatías izquierdistas de Yves Montand supongo que también ayudaron.

Como comprenderán quienes hayan visto la película, la carrera cinematográfica de Vera Clouzot se redujo a tres películas dirigidas todas por su marido. Las otras dos son Los Espías (Les Espions, 1957) y la que es considerada la obra maestra de Clouzot: Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955). Otro thriller muy negro y opresivo en el que también juega maravillosamente con el suspense. Por cierto, de esta película se hizo un remake norteamericano en 1996, Diabolique, protagonizado por Chazz Palminteri, Sharon Stone e Isabelle Adjani.

La novela homónima en la que se basa El salario del miedo contiene algunos tintes autobiográficos. Su autor, Georges Arnaud (cuyo nombre real era Henri Girard) tenía una cómoda vida de alta burguesía francesa hasta que en octubre de 1942 se vio envuelto en un hecho que la giró por completo. Su padre, su tía y una criada fueron salvajemente asesinados en su castillo familiar y él fue acusado del crimen. Tras pasar más de un año en diversas prisiones, fue absuelto, dilapidó su fortuna y se marchó a Suramérica. Allí, sin un duro, hizo de todo para sobrevivir: buscador de oro, topógrafo, taxista, cantinero, marinero y camionero. Tras el éxito de la novela y la película se dedicó a escribir y vivió en diferentes lugares. Murió en 1987 en Barcelona, adonde se había mudado tres años antes. El autor también tiene una peli ¿verdad?

El hombre del traje blanco

Tiempo lectura: 6

Viendo por la tele como Francisco, el nuevo Papa de Roma, nos bendecía desde su balcón pensaba que ya tenía tema para esta semana.  ello esta semana. Pero no era el Papa. Deslumbrado por la blancura inmaculada del cardenal argentino recién ascendido me vino la imagen de otro hombre con traje blanco nuclear: Alec Guiness. No me digan que Sir Alec no daría bien como Papa. Y en cierta manera lo fue, nada menos que Obi Wan Kenobi, cardenal destacado del jediismo. Así que en mi retorcido sentido de la actualidad hoy les voy a hablar de cine, de una peli que me marcó: El hombre del traje blanco. Y, más concretamente, de su escena final.

El hombre del traje blanco (The man in the white suit, 1951) es película británica dirigida por Alexander Mackendrick para la productora Ealing, creadora de deliciosas comedias británicas durante los años 40 y 50. El argumento nos lleva a Sidney Stratton (Alec Guiness), un científico solitario y visionario; un químico graduado en Cambridge que ha salido rebotado de sus últimos siete empleos y al que solo le interesa su investigación para lograr un tejido que no se rompa ni se ensucie. Está dispuesto a lo que sea para conseguirlo. Stratton consigue el tejido, un éxito que acabará enfrentándole a todo el mundo ya que ni a patronos ni a obreros les interesa, supondría el fin del sistema tal como se conoce.

La escena elegida en esta ocasión son los últimos 15 minutos de película, cuando la película enloquece por completo:  Stratton ha conseguido hacerse el traje e inicia una alocada huida con la intención de publicar su descubrimiento, mientras todo el mundo intenta impedírselo.  Seguir leyendo El hombre del traje blanco

El Padrino, el espejo del arte

Tiempo lectura: 8

Retomo mi sección de escenas de películas con El Padrino (The Godfather, 1972), dirigida por Francis Ford Coppola e interpretada en sus papeles principales por Marlon Brando, Al Pacino, James Caan y Robert Duvall, entre otros. La historia se basa en una novela de igual título escrita por Mario Puzo en 1969 y que se había convertido en poco tiempo en todo un bestseller. El guión lo adaptaron Puzo, Coppola y Robert Town, no acreditado pero que escribió algunas escenas, entre ellas la que luego destacaré.

Lo que inicialmente iba a ser una película de bajo presupuesto dirigida por un Coppola de 31 años prácticamente novato, se convirtió en una trilogía (The Godfather II, 1974; The Godfather III, 1990) que aparece en todas las listas de las mejores películas de la historia del cine.

Desde el principio soy consciente que no hay nada nuevo que decir sobre El Padrino.  Pero cada vez que me la encuentro el resto de mi vida se espera un rato hasta que acabe. Tal vez haya mejores películas pero a mí ninguna me provoca el mismo efecto y muy poquitas me gustan cada vez más pasados los 10 visionados.  En esencia la película cuenta un periodo de la vida de una de las familias del crimen organizado (cuidadosamente se eliminó la palabra mafia del guión) de Nueva York justo después de la Segunda Guerra Mundial, concretamente el traspaso del poder del padre a uno de los hijos. En ese sentido se ven ecos de El rey Lear en la película, un film que habla de casi todo: el poder, la política, la violencia, la moral, la familia (sobre todo); en definitiva, de la condición humana.

La película está repleta de escenas intensas, memorables. Precisamente eso es lo que algunos críticos le echan en cara como uno de sus defectos: a veces más que una narración fluida se convierte en una sucesión de buenas escenas que no se integran en el relato. Como sea, el caso es que acabada una, ya quieres ver la siguiente.  Todas son formidables, pero hoy destacaré mi favorita tras el enésimo visionado: en la que Michael toma las riendas y se convierte en el jefe de la familia. El cambio se ritualizará en la escena final, pero lo vemos antes, cuando todavía están vivos tanto el padre como Sonny, su sucesor oficial.

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2001 y la muerte de HAL 9000

Tiempo lectura: 7

No se si la filosofía de esta sección es ‘descubrir’ escenas inadvertidas de películas injustamente olvidadas. Era mi intención, pero ya empiezo mal. Hay pocas películas más analizadas y comentadas en la historia del cine que 2001: A Space Odyssey, dirigida en 1968 por Stanley Kubrick y basada en el relato The Sentinel escrito por Arthur C. Clarke en 1948, y adaptado para el guión por él mismo y Kubrick.

Así que asumo que la mayoría de los aficionados que se acerquen a este rincón ya saben de qué va 2001 (para consultar) aunque es posible que algún lector, más joven o más despistado, aterrice aquí y le sirva esta entrada de monolito para ver la película. Se lo recomiendo. 2001: una odisea del espacio narra la historia de un grupo de astronautas que trata de seguir y entender las señales de unos extraños monolitos que aparecen por obra de alguna inteligencia extraterrestre. Entonces ¿qué pintan unos primates al principio de la película, en el capítulo llamado El amanecer del hombre?

Pintan mucho, porque Kubrick hace en esta película algo más que una peripecia de astronautas enfrentándose al mundo exterior. Mucho más que ciencia ficción de usar y tirar. No es una película de aventuras, es un film que habla sobre la evolución humana, sobre el avance tecnológico y la inteligencia artificial, tal vez sobre dios. ¿Qué, ambicioso el proyecto, no? Pues el director neoyorkino sale bastante bien parado del asunto y consigue una gran profundidad (se sigue escribiendo sin parar sobre ella) con una de las películas menos habladas de la historia. Chaplin habría estado orgulloso.

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Elisabeth Taylor, la última de las grandes

Tiempo lectura: 3

Esta semana ha muerto Elisabeth Taylor y con ella la última de las grandes estrellas de aquel Hollywood que sigue en el mismo sitio pero que ya no tiene mucho que ver con el que pisaron Taylor, Ava Gardner, Kim Novak, Rita Hayworth, Marilyn, Audrey Hepburn, y otras que ahora no tengo paciencia de enumerar. Tal vez sea igual desde dentro pero definitivamente no desde fuera. Ahora hay actrices guapas y talentosas pero no es lo mismo. Hay menos misterio y menos glamour y aunque sigan siendo inalcanzables nos quieren dar la sensación de que no lo son. Probablemente era más accesible Ava Gardner de lo que pueda ser Scarlett Johansson, por ejemplo, pero la sensación es la contraria. Otros tiempos, otro marketing.

Pero vayamos a Elisabeth, una de las primeras mujeres que miré como tal. Uno de mis primeros mitos eróticos que tenía la virtud de gustar también, aunque de otra manera, a nuestras madres. Todavía recuerdo a la Mari, la mujer que tenía una pequeña papelería justo debajo de mi ventana. La de veces que escuché la historia de su encuentro en una playa de la Costa Brava con Elisabeth Taylor y de que en persona era casi más bella que en el cine.

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