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Tratado Transatlántico, atado y bien atado

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Mientras nos distraemos con la última ocurrencia sin sustancia de la campaña de las elecciones europeas, las corrientes subterráneas siguen fluyendo, la revolución neocon no se detiene. Una sola frase del tecnócrata digital Draghi vale más que mil discursos vacíos de quienes nos piden el voto, por nuestro bien. Hastiados y anestesiados por la cháchara intrascendente de la campaña electoral y el sálvame político de marhuendas de uno y otro signo, el ruido impide escuchar lo que importa. Pocos son los friquis que dedican un tiempo a leer la web de ATTAC, por ejemplo. Allí podrían enterarse de lo que las élites están cocinando para el futuro de Europa: la Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones (Transatlantic Trade and Investment PartnershipTTIP).

Sus valedores, entre los que está ese trueno de Javier Solana, alegan a su favor que es la manera de defenderse de la creciente influencia de las nuevas potencias como China, principalmente. Estados Unidos y Europa deben unirse para defender sus intereses comerciales en el mundo ante los nuevos bárbaros. Y en esas están la Comisión Europea y el Departamento de Comercio de EE.UU. defendiendo la democracia a brazo partido. La Comisión Europea dice que provocará la creación de 400.000 empleos, Obama habló de millones de puestos de trabajo. Un nuevo hito para el progreso y nuestro bienestar.

¿Será por eso que todas las conversaciones se llevan en secreto?

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Transferencia Gruen, una experiencia religiosa

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Pasó la Semana Santa y algunos, los menos, dedicaron esos días a conmemorar la antigua fe de sus abuelos: recrearon el martirio de Jesús, pasearon sus imágenes y visitaron sus templos. Otros, los más, vivieron la nueva (o no tan nueva) fe: se fueron al centro comercial.

Yo, que estuve poniéndome al día en lecturas, pelis, series y reportajes, recuperé un documental grabado (no son horas, señores programadores) que hablaba de la “transferencia Gruen”;  le quité un poco de polvo a “Coerción”, de Douglas Rushkoff, que ampliaba un poco el tema; y acabé visitando alguna web sobre interiorismo de centros comerciales.

Todo me hizo pensar que las iglesias que revientan aforo hoy día son los centros comerciales. No se si venden o estamos ante otra burbuja (motivo de otro post), el caso es que llenan la pista de devotos. Y se construyen con el mismo cuidado e intención que los viejos templos: provocar una emoción, vivir una experiencia. Cada elemento del espacio, por pequeño que sea, está pensado para que adoremos al único dios verdadero: la compra.

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Fordlandia, una ciudad en ruinas

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Siempre me han fascinado las historias de megalomanías fracasadas. No por el goce morboso sino porque nos pone en nuestro sitio. En su momento hablé de Prípiat, “la ciudad del futuro”, una fantasía del paraíso socialista achicharrada súbitamente por la radioactividad. En el post la confrontaba con Detroit, una ciudad moribunda, un final más acorde con la fantasía capitalista. Y la ciudad de los coches me llevó, maravilla de Internet, a Fordlandia.

Podríamos decir que Fordlandia se encuentra en el punto más elevado de la soberbia de Henry Ford, pero para ser más exacto y menos pedante, en realidad se ubica en el Amazonas brasileño, a orillas del río Tapajós. O sea, en medio de la selva, entre Santarem y Belem.

La ciudad se construyó de la nada en 1930 en lo que no dejaba de ser una versión más de la típica colonia industrial del siglo XIX pero sin tanta clase como la Güell. Aquello era más bien como las Little boxes que cantaba Pete Seeger, puro american way of life.

Para Ford era tan importante la producción como su deseo de jugar a ingeniero social creando su sociedad ideal, su paraíso capitalista.
Pero al gigante de la industria esto le salió mal.  Aquella aventura acabó 16 años después con 20 millones de dólares gastados y una ciudad fantasma.

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Prípiat y Detroit. Historia de dos ciudades

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Se que hay muchas diferencias, tal vez más que semejanzas. Una muere lentamente ante nuestros ojos por abandono, la otra lo hizo súbitamente en 1986 a causa de un accidente nuclear. No es lo mismo, no se trata de ninguna competición, pero hace unos días volvió del pasado el nombre de Prípiat (que había olvidado) y no pude evitar que en mi mente se mezclaran imágenes de otra ciudad que en los últimos meses ha sido noticia por su lento y triste ocaso, Detroit.

Dos circunstancias muy distintas pero que nos dan un mensaje similar: construimos ciudades eternas para intentar olvidar que estamos de paso, que no somos más que un accidente y que nuestro momento en la historia se perderá como lágrimas en la lluvia, que diría aquel replicante poeta. La verdad es que mirando las fotos apenas se distingue la una de la otra, al final el resultado las hermana de alguna manera.

Prípiat y Detroit, URSS y Estados Unidos, el triunfo del capitalismo y el paraíso socialista. Aunque diferentes, creo que ambas representan muy bien la esencia de los dos mundos. Una colapsó de golpe, la otra agoniza lentamente en la bancarrota, cada una atacada por sus propios demonios.

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Grace Fryer y las chicas del radio

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Estamos en 1920 y Grace Fryer todavía no sabe que es una más de las chicas del radio (The Radium Girls). Se gana la vida trabajando en una fábrica en Nueva Jersey, la US Radium. La Primera Guerra Mundial ha incorporado a numerosas mujeres al trabajo en las fábricas.

El de Fryer y sus 70 compañeras consiste en pintar las esferas de los relojes con una pintura especial que los hace luminiscentes en la oscuridad. Un avance técnico incorporado por el ejército estadounidense en la Gran Guerra que, tras la misma, está teniendo un gran éxito comercial.

El negocio va sobre ruedas para la empresa. Para ellas será una pesadilla mortal. Y no es una forma de hablar.

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El hombre del traje blanco

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Viendo por la tele como Francisco, el nuevo Papa de Roma, nos bendecía desde su balcón pensaba que ya tenía tema para esta semana.  ello esta semana. Pero no era el Papa. Deslumbrado por la blancura inmaculada del cardenal argentino recién ascendido me vino la imagen de otro hombre con traje blanco nuclear: Alec Guiness. No me digan que Sir Alec no daría bien como Papa. Y en cierta manera lo fue, nada menos que Obi Wan Kenobi, cardenal destacado del jediismo. Así que en mi retorcido sentido de la actualidad hoy les voy a hablar de cine, de una peli que me marcó: El hombre del traje blanco. Y, más concretamente, de su escena final.

El hombre del traje blanco (The man in the white suit, 1951) es película británica dirigida por Alexander Mackendrick para la productora Ealing, creadora de deliciosas comedias británicas durante los años 40 y 50. El argumento nos lleva a Sidney Stratton (Alec Guiness), un científico solitario y visionario; un químico graduado en Cambridge que ha salido rebotado de sus últimos siete empleos y al que solo le interesa su investigación para lograr un tejido que no se rompa ni se ensucie. Está dispuesto a lo que sea para conseguirlo. Stratton consigue el tejido, un éxito que acabará enfrentándole a todo el mundo ya que ni a patronos ni a obreros les interesa, supondría el fin del sistema tal como se conoce.

La escena elegida en esta ocasión son los últimos 15 minutos de película, cuando la película enloquece por completo:  Stratton ha conseguido hacerse el traje e inicia una alocada huida con la intención de publicar su descubrimiento, mientras todo el mundo intenta impedírselo.  Seguir leyendo El hombre del traje blanco