Seguro que no soy nada original –a estas alturas pocas cosas tengo más claras– pero al hilo de los últimos brotes de violencia callejera contra personas, e incluso contenedores, yo no paro de acordarme del experimento del profesor Zimbardo, conocido también como el “experimento de la cárcel de Stanford«.
Zimbardo quiso demostrar, nada menos, que las líneas morales son extremadamente inestables y que es muy fácil moverlas dependiendo de la situación. Y lo hizo con uno de esos atrevidos experimentos que se llevaban en los 60, como el de su colega Milgram, y que ahora están muy demodés, criticados ferozmente por la psicología oficial. Criticados públicamente, que en las cocinas de los ejércitos vaya usted a saber lo que tienen ahora a fuego lento.
El de Phillip Zimbardo tuvo lugar en el verano de 1971 y es muy probable que hayan oído hablar de él o hayan visto una película basada en el mismo.
La película, claro, exagera, pero la verdad es que en aquella falsa cárcel de Stanford al profesor el asunto se le fue un poco de las manos. Previsto para 2 semanas, el experimento tuvo que cancelarse a los seis días.
Gente buena en una situación malvada
Zimbardo recibió financiación del ejército estadounidense que, como todo ejército, estaba muy interesado en conocer los límites de nuestra capacidad tanto para aguantar el castigo como para ejercerlo. Se trataba de recrear la vida en una prisión y la respuesta de presos y carceleros improvisados a la presión. «Ver cómo se comportaba gente buena en una situación malvada«, en palabras del propio Zimbardo.
Todo empieza con un anuncio en prensa en el que se piden estudiantes voluntarios para un experimento y se les ofrece 15 dólares diarios. De los 75 que se presentan, y tras una serie de tests de personalidad, se selecciona a 24, que se dividen en dos grupos de 9 con 6 reservas.
Todos son universitarios blancos y psicológicamente estables; o sea, aspirantes a pilares de la comunidad con un futuro de columpio en el jardín y un hijo en el equipo infantil de béisbol que ellos mismos entrenan en sus ratos libres.
Selección aleatoria
A un grupo se le asigna el rol de presos y a otro el de guardias. La selección se realiza de manera aleatoria. Como la vida misma, por mucho que nos guste pensar lo contrario.
Se dispone una zona de la Universidad de Stanford como prisión: una sala de confinamiento donde se habilita una celda por cada tres presos y un patio. Los guardias tienen habitaciones individuales y podían irse a sus casas cuando acabaran su turno de 8 horas, aunque muchos se ofrecen gustosos para hacer horas extras.
A los elegidos como presos se les dice que vayan a sus casas y que ya se les avisaría cuando empezara el experimento. El aviso fue como para no darse por enterado: policías reales de Palo Alto, que colaboran en el experimento, los detienen, esposan, les toman las huellas, les vendan los ojos y los conducen a la falsa prisión.
Pero la experiencia traumática no acaba ahí. Una vez en prisión se les despoja de la ropa, dándoles solo una especia de túnica, sin ropa interior. Se les obliga a llevar unas sandalias incómodas, una media en la cabeza y sus nombres son sustituidos por números, que llevan adheridos en sus túnicas. También se les ata una cadena al tobillo.
Todo está pensado para lograr, en tiempo récord, un sentimiento de vulnerabilidad y deshumanización en el grupo de presos. Y se consiguió: en seguida asumen su rol. Tras un motín al segundo día, se muestran depresivos y dependientes, dándose casos de crisis emocionales que obligan a liberar del experimento a algunos de ellos.
Cárcel de Stanford, el hábito y el monje
¿Y los guardias? Pues lo mismo. O peor. Aquellos sanos muchachotes también asumen su papel desde el principio, como en aquel viejo chiste del extraterrestre que se encuentra un tricornio. Se les equipa con uniformes militares y gafas con espejos, lo que evita el contacto visual. Así los presos se sienten más indefensos y los guardias más libres de hacer su voluntad.
La regla en la nueva cárcel de Stanford es no infringir castigo físico; a partir de ahí se les da libertad para que ejerzan su poder de manera creativa. Gracias a Milgram, Zimbardo y compañía ya sabían de lo que somos capaces cuando nos sentimos respaldados por la autoridad para imponer un castigo.
Y pasó ¿lo que tenía que pasar? Empezaron las humillaciones, los insultos, los castigos físicos, la división de los presos en buenos y malos. A algunos se les hace limpiar retretes con sus manos, se les arrebatan los colchones, obligándoles a dormir desnudos en el suelo, se les niega la comida.
En Stanford los derechos más básicos se convierten en privilegios que se otorgan a discreción. ¿Les suena? A medida que pasan los días algunos guardias incrementan su sadismo, con visitas nocturnas a los presos, creyendo que a esas horas las cámaras están desconectadas.
Mientras, los presos también incrementan día a día su angustia y sus desórdenes emocionales. Lloran, no pueden pensar con claridad y asumen las reglas y el razonamiento de sus carceleros.
Cuando llega a Stanford uno de los reservas (sustituyendo a un preso roto emocionalmente), el nuevo queda horrorizado por la situación de la cárcel y empieza una huelga de hambre como protesta. Se le castiga y aísla. El resto de los presos lo rechaza como un alborotador que solo puede perjudicarles.
Fascinados tras las pantallas
Todo esto es observado por Zimbardo, erigido en alcaide de su pequeño reino, y su equipo a través de monitores y micrófonos. No se si eran plenamente conscientes, tal vez sí, pero tras esos monitores el profesor y su equipo también eran parte del experimento.
Stanford se estaba conviertiéndo en una pesadilla altamente volátil pero ellos, autoerigidos como la autoridad superior, quizás se habían metido tanto en el juego que no se daban cuenta. Las condiciones se degradaban y ellos seguían atentos a sus pantallas, fascinados, ideando nuevas tretas para continuar manejando a sus juguetes. ¿Qué pasará si apretamos un poco más por aquí?
Hasta que llega Christina Maslach, una estudiante de posgrado que conocía el experimento y que llegó para hacer unas entrevistas a los participantes. Cuando entra en la prisión y ve el panorama se queda horrorizada.Entre la cincuentena de personas participantes en el experimento Maslach fue la única que se dio cuenta que lo que pasaba no era normal, ni admisible.
De pronto alguien gritó “el rey está desnudo” y todos tuvieron que despertar. Era el sexto día y el experimento se canceló. A partir de ahí las críticas se multiplicaron, considerando aquello como una representación al límite de la ética y fuera de lo que debería ser cualquier método científico.
Las christinas maslaschs de este mundo son impagables. Si conocen alguna, escúchenla y cuídenla.
3 comentarios sobre “La cárcel de Stanford somos todos”