Desde hace un tiempo en Minamata los animales de la zona se comportan de forma extraña. Primero un vecino ve a su gato caminar errático –con fuertes convulsiones a modo de danza extravagante– y luego saltar desde el puerto al mar para morir ahogado. Parecía borracho.
Pero no es el único. Ponto otros cuentan cosas parecidas y el rumor se extiende por todo el pueblo. Unos les llamaban “los gatos que bailan”, otros, “los gatos suicidas”. Los imagino bromeando sobre el tema en la taberna.
Las risas se apagan un poco cuando empiezan a aparecer peces muertos flotando en la orilla: poca broma, esos peces son el pan de todos en aquel pueblo. Y definitivamente la cosa no tiene ni puta gracia cuando las personas empiezan a ‘imitar’ a aquellos gatos bailarines.
Una tragedia ocultada
Por el pueblo empieza a verse gente con muchos problemas al andar, pierden el control de sus extremidades, sufren fuertes convulsiones y tienen enormes dificultades para hablar. Su vista y oído también se deterioran, se sienten extremadamente débiles. Los casos más extremos desembocan en parálisis y muerte.
No es un caso, ni dos, ni tres; es una epidemia en toda regla. Aquel año de 1956, en Minamata (Japón), mueren 46 personas y nadie en el pueblo sabe por qué.
Estamos en 1956, ni rastro de Internet. Así que las autoridades japonesas llevan la cosa con discreción. Que las autoridades de cualquier país lleven este tipo de cosas con discreción significa dos cosas: las víctimas deben guardar forzosamente silencio resignándose a su suerte y los culpables quedan impunes. Por el bien general, por supuesto.
Aquel pueblo queda aislado del resto del mundo: al bloqueo informativo se une una cuarentena total, un pueblo entero encerrado, enfermando y muriendo. Las madres embarazadas, aunque no presentaran síntomas, traspasan el mal a sus hijos. Muchas personas sobrevivirán con daños irreparables para toda su vida. Se calcula que entre 1953 y 1965 hubo 111 muertos y más de 400 afectados de diversa gravedad.
Pero como no hay crimen de este tamaño que pueda ocultarse siempre, la cosa empezó a trascender y finalmente en 1968 el gobierno japonés tuvo que admitir oficialmente la verdad de aquella extraña epidemia que ahora se conoce como enfermedad de Minamata.
Chisso Corporation
La verdad era que en 1908 la Chisso Corporation se había establecido entre el río y la bahía de Minamata. Una bendición para aquel pueblo de pescadores: va a crear muchos empleos y el resto de discurso que tal vez les suene. Un discurso que, como la especulación inmobiliaria, se repite casi igual desde la época romana. O antes. Y por lo visto, en Japón igual.
La empresa fabricaba productos químicos, sobre todo fertilizantes. Hacia 1925 ya arrojaba vertidos contaminantes a la bahía. Aparecían peces muertos, pero a cambio pagaba a los pescadores para que callaran (y lo hacían) una cantidad que resultaba menor que la necesaria para tratar los residuos de manera respetuosa con el medio. Razonamiento impecable en los libros de cuentas o en una hoja de Excel.
En 1932 Chisso incrementa sus áreas de negocio y pasa al refinado de metales y a la fabricación de plásticos, actividad que le supone unos grandes dividendos durante la Segunda Guerra Mundial. Para tratar los plásticos utilizan mercurio, que acaba en el mar como metilmercurio. El mercurio es un metal pesado de los más contaminantes que existen, dado que no se asimila en el organismo, simplemente se acumula.
Las mediciones en el agua eran muy altas pero no alarmantes. Lo que no pudieron (o quisieron) ver es que la concentración de mercurio en los tejidos de los peces sí que era muy alta, peces que constituían la base de la dieta de la zona. De alguna manera los peces aumentaban la carga nociva del mercurio que ingerían. Su consumo continuado hacía que se fueran acumulando en el cuerpo cantidades de metilmercurio que llevaban a la enfermedad y la muerte.
Toneladas de mercurio
Se calcula que entre 1932 y 1968 se vertieron a la bahía de Minamata unas 81 toneladas de mercurio. Una lluvia fina de muerte, primero ignorada y después amparada a mayor gloria de la Chisso Corporation, que durante años negó la evidencia. Porque ya en 1956 había informes médicos que vinculaban la extraña enfermedad a los vertidos, informes que fueron archivados. Tal vez al lado del cajón de los asientos contables.
En 1958, Chisso desvió estos vertidos hacia el río Minamata, y empezaron a aparecer allí los mismos síntomas. Se prohibió la venta del pescado de la zona, pero no la pesca, que siguió haciéndose para consumo propio. Aquello ya era un silencio a gritos, así que la empresa firmó acuerdos con las víctimas en las que pagaba a los afectados a cambio de no aceptar ninguna responsabilidad por lo sucedido. Muchos firmaron una cláusula en la que se decía que si la corporación Chisso era declarada culpable en el futuro, la compañía dejaría de pagar compensaciones.
Mientras, siguieron los vertidos, nada menos que hasta 1968. Ese año coinciden dos hechos casuales. Por un lado, el gobierno japonés admite oficialmente las causas de la enfermedad de Minamata. Por otro, la Chisso deja de verter mercurio al mar.
Pero no hay ninguna ley, ni presión de la opinión pública, ni disculpa siquiera. Lo que pasa es que el avance tecnológico hace innecesario el mercurio en su procesos de fabricación, ya no es rentable. Por supuesto, la salud es lo primero para Chisso Corporation.
Un reportero llega a Minamata
El caso traspasa Japón a partir de 1971 cuando el célebre reportero fotográfico William Eugene Smith, que se había ido a vivir a Minamata durante tres años, publica un amplio reportaje que da la vuelta al mundo. Este post está ilustrado con sus fotografías.
Pasaron casi 20 años desde la detección del brote hasta que los jueces declararon culpable al jefe de la planta y más de 30 para que algunos pacientes fueran reconocidos como víctimas de la enfermedad. En 1996, empezaron a recibir las primeras indemnizaciones.
Entre las razones que explican el silencio y la resignación está el arraigado sentimiento jerárquico de la sociedad japonesa y la lealtad hacia sus empresas y gobernantes, a los que no se discute. Otra de las causas: el sentimiento de agradecimiento de la población hacia una empresa que les había dado trabajo y prosperidad económica.
Y, aun más desgarrador que todo lo anterior si cabe, el sentimiento de culpa por la enfermedad. En su filosofía, los males del cuerpo provienen de la mala relación física y espiritual con el entorno. Eso hace que la enfermedad se convierta en el reflejo de una culpa, por lo que es un castigo merecido.
Esto último, unido al miedo al contagio, hizo que en su mayoría los enfermos fueran apartados y no recibieran la ayuda y solidaridad deseable. Incluso el sindicato de trabajadores de Chisso estuvo más preocupado por defender sus puestos de trabajo, y por tanto a la empresa, que por denunciar el envenenamiento y ayudar a las víctimas.
Quien ahora esté a punto de decir que esos son cosas de japoneses, o de otra época, que se pare a reflexionar un poco antes de afirmar tal cosa alegremente.
Bonus track
Sobre el acuerdo de Minamata, enero de 2013, para reducir contaminación por mercurio. Aquí. También ocurre aquí y ahora, en 2013 en Asturias. La mayor intoxicación por mercurio registrada en España.*Las imágenes del vídeo son un poco crudas, aviso. No tienes porqué abrirlo.
3 comentarios sobre “En Minamata bailaban los gatos”