Junio de 1603 en las Españas, concretamente Salamanca. La relación entre Inés de Santa Cruz y Catalina Ledesma era la comidilla, “había mucho escándalo y murmuración en el barrio”, según el acta. ¿Y por qué? Por “bujarronas”. ¿Qué me dices? Lo que oyes, ¿cómo te quedas? ¿No te habías enterao todavía? Si todo el mundo lo sabe, las cañitas les llaman.
Pero aquello no quedó en habladurías de tasca y lavadero. Aquello fue a juicio porque no se podía tolerar. Y del juicio quedaron actas, enterradas en el archivo de Simancas hasta que fueron rescatadas por el historiador Federico Garza Carvajal. Las sospechosas ya habían sido juzgadas dos años antes en Valladolid por el nefando crimen. El escribano no quería dejar lugar a dudas: “trataban una con la otra carnalmente como hombre y mujer poniéndose la una debajo y la otra encima y tenían un instrumento de caña hecho a forma de natura de hombre con el cual se conocían la una a la otra carnalmente y por dicho delito fueron desterradas de la dicha ciudad…«.
Aunque ellas no escarmentaban, eran reincidentes y parece que en Salamanca seguían igual, pecando contra natura obstinadamente. Según el explícito escribano, Inés “con sus manos la abría la natura a la dicha Catalina hasta que derramaba las simientes de su cuerpo en la natura de la otra por lo cual las llamaban las cañitas y esto es público y notorio entre las personas que las conocen”.
Una abominación por la que fueron torturadas y castigadas como dios manda, aunque no consta que éste acudiera a declarar como ofendido. Tal vez lo hiciera por escrito y se perdió ese legajo. En 1606 Inés y Catalina sufrieron un tercer juicio en Valladolid por no deponer su pecaminosa actitud.
Los documentos rescatados por Garza Carvajal y publicados en un libro titulado Las Cañitas nos explican la historia de un amor lésbico luchando por defenderse de la agresividad de la sociedad bienpensante y temerosa de dios. Inés de Santa Cruz (ex-monja y beata) es mujer instruida, de buena familia, con contactos en la Real Audiencia y Chancilleria de Valladolid. Catalina Ledesma está casada, trabaja como criada, es pobre y analfabeta. Lo bueno (o terrorífico, según quien lo mire) que tienen dos cuerpos desnudos que se desean es que las diferencias de clase se quedan enredadas en la ropa que está en el suelo. Aunque, según Garza, la relación entre ambas mujeres parece ser complicada y tormentosa (dominación, celos , etc.) lo cierto es que lucharon por seguir juntas. Una lucha judicial que las llevó a tres juicios, otras tantas apelaciones, algunos latigazos, destierro y el perdón real en 1625. Un perdón que las separa definitivamente y obliga a Catalina Ledesma a vivir con su marido, para regocijo de dios y la Santa Madre Iglesia.
Todos/as somos sodomitas
Llegados a este punto hay quien pensará que teniendo en cuenta la época, las sentencias fueron hasta benévolas, sobre todo si se compara con la durísima persecución de la sodomía masculina. Y tendrá razón. Hay varios motivos.
En primer lugar a nadie se le puede escapar que la posición social de Inés y sus contactos consiguieran un trato favorable para ella. Vale que la niña se había descarriado, pero su familia es un pilar de la comunidad, no nos volvamos locos. La lógica nos dice que la corte debía estar nutrida de homosexuales masculinos que no vieron la Inquisición ni de lejos.
Aún así no era tan fácil librarse, ya que la sodomía era el “pecado nefando”, el más grave, peor que la herejía, porque era un “acto contra natura” la máxima ofensa a Dios (así como lo ven ellos, en mayúscula). Y, para situarnos: natura y dios eran la misma cosa; pecado y delito también. Como decía, no se trataba solo de estar en boca de todos, te convertía en un/a delincuente.
El acto sexual entre dos hombres suponía “sodomía perfecta”, un terrible delito que la Inquisición no podía tolerar. El castigo era tortura, galeras o incluso muerte en la hoguera. Hay que tener en cuenta una cosa: la Inquisición no mataba a nadie, la Iglesia apuntaba con la ley y era la justicia civil la que mataba en su nombre, sin que los primeros tuvieran que mancharse los hábitos.
El razonamiento teológico/legal es que el sexo estaba encaminado únicamente hacia la procreación, por lo que el quid de todo el asunto es que si se “desperdiciaba” la simiente del hombre se rompía un supuesto pacto con el dios de los cristianos. Una relación heterosexual que supusiera el “manejo abominable del miembro viril” o la masturbación eran también pecado/delito, aunque de “sodomía imperfecta”. Todo regulado a mayor gloria del altísimo.
Así, la relación homosexual entre dos mujeres no era un delito tan grave ya que no era posible el desperdicio de semen y, por tanto, no era una ofensa tan grave a dios, muy puntilloso para sus cosas. Era una “sodomía imperfecta”, merecedora de un castigo menor.
Víctima irresponsable
Tras el entramado teórico, y sin ser experto, creo que se trasluce en todo esto una cierta condescendencia ante la mujer, vista como un ser inferior, infantil e irresponsable como una infanta que por no poder ni siquiera es capaz de llevar la sodomía hasta la perfección, se queda a medio camino.
De ahí venimos, ni más ni menos. Pero por suerte para nosotros, y sobre todo para vosotras, los tiempos cambian y la lucha de muchos hombres y mujeres del pasado ha conseguido sacarnos de ese pozo.
El resultado de la justicia según la clase social, la condescendencia respecto a la mujer –”siempre víctima” a la que hay que salvar de sí misma– o legislar según el dogma religioso son, felizmente, cosas del pasado más tétrico, cuando mandaban las sotanas. Oscuras épocas de la Inquisición que, gracias al Siglo de las Luces, ya quedaron muy atrás en España. Claro que visto como está la factura de la luz cualquier día volvemos, dios no lo permita, a la oscuridad de las sacristías.
Por cierto, Feliz Navidad, que vuelve a nacer el dios de los cristianos. Y hasta el año que viene.